Cuando programas un GPS en un automovil para que te conduzca a una dirección que no conoces, ¿qué datos incluyes en el navegador? ¿Le pones la calle exacta y el número correcto al que quieres llegar, o le ofreces varias alternativas de direcciones hacia las que no deberías ir?
Tanto con la primera alternativa, introducir los datos correctos, como en la segunda opción, en la que haces a un lado las opciones que te guían a un lugar erróneo, lo que quieres es llegar al lugar deseado. Pero la primera es sencilla y segura, y por esto es la que siempre elegimos, mientras que la segunda solo nos complica la vida.
Pues la metáfora del GPS también se puede aplicar a nuestra manera de procesar la información, a los pensamientos que escoges para lograr tus objetivos, a cómo entiendes lo que pasa a tu alrededor y que determina tus actos y emociones.
El cerebro es un GPS y la persona que lo programa eres tú. Si le introduces la dirección errónea, si enfocas la atención en los errores, en lo que no debes hacer, finalmente intensificas las chances de fallar, de no concentrarte y recibes información contradictoria, en vez de darle al cerebro instrucciones fáciles, positivas, claras y útiles.