Nuestra vida es como el viento, transitoria e insustancial. Si no, ¿cómo podría ser su fundamento algo tan frágil como el aire? Nada revela con más exactitud la fragilidad de la condición humana que esta subordinación total al aéreo flujo. Los infinitamente complejos fenómenos psico-químicos que llamamos la vida material dependen para subsistir de la mera brisa, una delgada corriente de aire que viaja dentro y fuera de nuestros pulmones. En esto sentimos que existe una incongruencia. Nos parece que nuestro diseño ha sido creado con una extraña vulnerabilidad, por no decir imperfección. Hay un eslabón débil en la cadena: la tráquea. Las funciones del pasaje de aire están equilibradas meticulosamente, pero se encoge hasta convertirse en un estrecho vulnerable, un paso traidor. A diferencia de los organismos simples, que “respiran” a través de toda la superficie de sus cuerpos, el aire debe venir a nosotros deslizándose a través de este cuello de botella. Así, hasta la más pequeña inflamación nos hace jadear, y un objeto trivial —una aceituna, una cereza, una piedrecilla— puede matarnos. La secuencia fatal es muy conocida. La víctima se complace en el simple hecho de comer. Unos minutos antes, rió al disfrutar un chiste, una ingeniosidad dicha por otro de los comensales. Entonces, un pequeño y delgado fragmento de comida se desliza, sin que lo advierta, hasta la faringe, el umbral de este estrecho pasaje. La víctima percibe la amenaza y casi de manera automática inhala profundamente, tratando de recuperar el aliento. Pero estos intensos esfuerzos respiratorios son contraproducentes: ensanchan la laringe y la faringe, y el objeto extraño penetra aun más profundamente. Entonces, el terror hará presa de la víctima quien se aprieta el cuello y gesticula, incapaz de hablar. En segundos el aire, el espacio y la voz —los poderes de la vida mencionados en los Upanishads— son instantáneamente suspendidos. Cunde el pánico, y por lo general contagia a los testigos; se le dilatan las pupilas y se transforma en una patética imagen de la desesperación. Se pone azul, y a menos que el objeto ocluyente sea expulsado rápidamente, pierde el conocimiento y muere al cabo de unos pocos minutos.